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viernes, 22 de octubre de 2010

Sentido de la oración


SENTIDO DE LA ORACIÓN, de Marcelo Carnero

Por Claudia Masin

Creo que muchas de las leyes que rigen nuestras vidas son desconocidas hasta para nosotros mismos. Simplemente respondemos a ellas, por hábito, por comodidad, por pereza. Esas, creo yo, son las leyes que debilitan nuestra fuerza vital. La poesía, tal como la entiendo, actúa en contra de esas leyes, las socava. E instala su propia legalidad, fundada en el empuje de esas fuerzas

-móviles, complejas, contradictorias a veces -que nos constituyen. Fuerzas que están ligadas a la intensidad con la que somos afectados y afectamos a lo que nos rodea, con lo cual en última instancia formamos una misma y única materia sensible a la cual la palabra poética ronda -con infinita delicadeza y paciencia- para lograr lo imposible: acercarse al halo que queda cuando lo que parecía permanente se mueve, antes, un instante antes, de que desaparezca.

Escribir poesía, en medio del complejo espíritu de una época en la que el desapego, el distanciamiento emocional, el vacío, la ironía, la pobreza del lenguaje reinan, es un acto político. Y por político entiendo: un acto de toma de posición. Durante años, un discurso hegemónico que tuvo su apogeo en los 90 -y cuya influencia aún es palpable- nos dictó un mundo, una subjetividad, una postura ante las cosas. Pero la poesía, que no resiste discurso único alguno, que siempre se las arregla para escapar a las convenciones, fue encontrando en ciertas voces aisladas, la rareza que la hace sobrevivir como tal.


La primera vez que leí a Marcelo Carnero pensé que su poesía era rara, resistente a las clasificaciones, e inmune al "espíritu de la época". Recuerdo que en ese momento la asocié a la escritura de autores como Viel Témperley, Gamoneda o Panero, es decir, a ese linaje extraño de poetas que escribieron toda su vida sumidos en su imaginario personal y en una sensibilidad irreductible a los embates de las modas literarias, del reconocimiento externo, del halago o de la crítica. Por ende, lo segundo que pensé de la escritura de Marcelo es que era valiente. Valiente quiere decir, para mí, también sensible, e intensa: una poesía que no teme a las emociones en las que abreva, que se escribe desde el cuerpo, que no está separada del modo de vivir y de ver el mundo del poeta, que muta y viaja y sufre transformaciones, pero siempre respeta a la palabra, o sea, no intenta transformarla en herramienta del ego ni la rebaja al nivel del discurso dominante sino que se entrega a sus movimientos e intenta, humildemente, acompañarla. Dice Clarice Lispector, que su técnica al escribir es la de una "búsqueda humilde": "humildad como técnica es lo siguiente: sólo aproximándose con humildad a la cosa es que ella no escapa totalmente."


Y Sentido de la oración es, en sí mismo, una búsqueda, un viaje, en el que los sucesivos poemas van a ir teniendo las mismas mutaciones que tiene la materia, "la cosa", diría Lispector, dejándose tocar y regir por los elementos, como nosotros mismos o el mundo en que vivimos, porque qué es un poema sino un objeto más del mundo, sujeto a las mismas pasiones, atravesado por los mismos estados, "un objeto de arte", como dice Gamoneda, pero objeto al fin. Imposible aislarlo de lo que afecta a un cuerpo, de lo que lo hace recogerse en sí mismo sólido y cerrado como una piedra, encenderse o explotar, volverse ligero, casi etéreo, o confluir como la corriente pequeña de un arroyo con las aguas mayores y perderse en ellas. Así, los primeros poemas del libro gravitan con el ritmo poderoso y pesado de la tierra, van hacia lo oscuro y lo descendente, una raíz mirándose a sí misma en el espejo opaco de la materia que no puede moverse de lugar, pero se multiplica y crece. En estos primeros textos reina la pregunta por la posibilidad de decir esa materia, de decirse a sí mismo al nombrarla, por la posibilidad de que ese nombre alcance la cadencia de la oración, su liviandad y su poder, su capacidad de tocar el universo y transformarlo, y a través de esa trasformación, ser modificado uno mismo. "¿De la piedra/en la piedra/ siempre hay una palabra?" pregunta uno de los poemas. De a poco, en una secuencia no lineal, como la de todo verdadero viaje, los poemas oscilan entre lo grave y lo leve, entre lo oscuro y una luminosidad que empieza a entreverse. Es que una de las mayores riquezas del imaginario de Marcelo Carnero reside en su capacidad para hablar de la brutalidad y el desamparo con la compasión, casi con la dulzura que sólo alguien que conoce los orígenes y los efectos del daño, de la herida en su propio cuerpo, puede tener hacia sí mismo, hacia las otras criaturas que sufren. "Y quise decir/como quien se desgaja las sienes con un gancho, que hace tanto duerme en su ternura". Sus poemas son crudos y a la vez comprenden que hay un más allá de la crudeza, donde el alivio es posible, siquiera como una operación de las palabras, que se combinan - sin distinción entre las rudas y las frágiles, entre las violentas y las serenas- en una oración cuyo sentido, como el de toda oración, es el de recuperar una unidad perdida. No la impostura de la unidad del yo o del cuerpo, sino la unidad, la indisolubilidad con los otros, con aquello que subyace al fracaso de nombrarlo: esa cadencia que se produce entre los seres vivientes, los inanimados, el mundo del que forman parte cuando finalmente se encuentran, confluyen como parte de lo mismo, como moléculas que se atraen, se repelen, se lastiman y se curan mutuamente. "Entonces la sutura -dice Carnero- verbo sobre verbo misal de cuerpo roto/ lenguaje es esta vieja derrota en la garganta". La poesía como sutura, imperfecta y fallida, que no puede jamás borrar la cicatriz del desamor, la soledad o el desencuentro, pero sí puede traer una reparación cuyo poder es incalculable, tanto como para hacer variar el curso de una vida. La poesía convertida ella misma en cicatriz a partir de la sutura que sólo es posible si se admite la derrota implícita en el acto de intentar nombrar lo que afecta al cuerpo, al corazón.

A medida que el libro avanza, la materia de los poemas va transformándose sutil y lentamente: de la dureza de las piedras y el universo fértil pero opaco de la tierra, se produce el pasaje a la fluidez del agua, y el torrente se desata en la escritura, pero gota a gota, sin desbordar ni arrasar nada a su paso, más bien en el ritmo lento y sostenido de ese dejarse ir de las palabras, en su repiqueteo ."Digo la llovizna, /escribe el poeta/ delicada/ cayendo/ torcida su campana entre las hojas del mundo". Y la palabra vuelta agua lleva hasta el final del libro así, delicadamente. Carnero nos muestra en este libro que intensidad y delicadeza pueden ser lo mismo, que entre el golpe y la caricia las palabras conocen todos los matices.
No hay lugar de llegada en el viaje que constituye Sentido de la oración, "Me crece la lluvia y no soy/más verdad/ que en el rumor/del agua" son los versos con los que concluye, y a su vez se abre este libro. Y la pregunta acerca de la posibilidad de la oración -que implica un otro que esté allí, que escuche y atienda lo escuchado, que sea el otro término del diálogo amoroso- se resuelve en una invocación: "y digo/descienda aquí/vivo su rezo en el murmullo de nosotros".
Empecé diciendo que la escritura de Marcelo Carnero era valiente y libre (¿no son estos dos términos imposibles de separar?) Dice Deleuze: "No es fácil ser una persona libre: huir de la peste, organizar encuentros, aumentar la capacidad de actuación, afectarse de alegría, multiplicar los afectos que expresan o desarrollan un máximo de afirmación. Convertir al cuerpo en una fuerza que no se reduzca al organismo, convertir el pensamiento en una fuerza que no se reduzca a la conciencia". Gracias, Marcelo, entonces, por recordarnos con tu obra, pero también con tu posición ante la poesía y ante la vida, que es posible ser personas libres, que es posible, contra todas las fuerzas de la fealdad y la muerte que nos acorralan a veces, atreverse a la difícil, magnífica aventura de intentarlo.


Sentido de la oración

a Señora

PRÓLOGO

Dejarse leer por este libro es como escuchar el sonido de una gotera: algo así de blando insistiendo contra el cuerpo. Afuera llueve y a través / tiembla la realidad. Cuando algo insiste, termina entrando en nosotros como las gotas que calan pequeños túneles en las piedras, y ahora sí, nunca podremos deshacernos del agua.Esto sucede en Sentido de la oración de Marcelo Carnero. La fragilidad ocurre en la abundancia del agua.

Como decía José Watanabe: la poesía, mientras más frágil, más poderosa.Este libro tiene ese poder, parece que todo estuviera a punto de despedazarse, y justo entonces se sostiene. El equilibrista, quien acepta el surco de la grafía, y aun así puede decir. Digo la llovizna / y en un trazo de agua / el mar / se desvanece. De nuevo, la fuerza de lo pequeño: la pequeña materia, la voz pequeña. Porque ya sólo el susurro es audible: en eso radica la inteligencia de escribir.

El problema de la fragilidad no es sólo estético, señala la escritura posible en una época determinada. Habla de las formas de existencia. La belleza de una hoja radica en su vulnerabilidad de caer, dice un proverbio. Belleza y existencia en este libro se vuelven dos lados de un mismo sentido. La existencia es frágil, y es ahí donde se revelauna belleza: el poeta es quien la ve. Y quien la escribe, y por lo tanto, la habita.

Pero la fragilidad no es algo estanco, se expande como las manchas.También está la fragilidad de la memoria. ¿Acaso nuestra vida depende del recuerdo de nuestros nombres, estamos, en verdad, sujetos a ellos? Mañana no estaré ni en la voz de las viejas /ni siquiera en palabras mordidas por el hierro / Óvalos de luz / para los que meencuentren. La historia de la filosofía occidental nos ha puesto demasiado del lado de los nombres, de las identidades; y opuso el silencio como un peligro, la tierra de lo “indiferenciado”, donde no hay huellas ni divisiones: mi nombre tiene miedo del silencio, nos dice el poeta.parece que hay una realidad indiscernible e inalcanzable, afuera del lenguaje o la razón, que al mismo tiempo que deseamos conocer, nos amenaza. Pero como se pregunta GillesDeleuze: ¿qué ocurriría si la diferencia no estuviera localizada en lo humano, si además de diferencias lingüísticas hubiera múltiples series de diferencias imperceptibles trabajando en lo real, más pequeñas que las diferencias queponen los sentidos, la conciencia o el lenguaje? ¿Y si no hubiera ninguna instancia -sujeto hablante, cultura en general- diferenciando la vida desde afuera, porque la vida ya es diferencia, movimiento, devenir? No sólo el nombrediferencia y por ende nos da vida; el silencio no es amenaza, sino posibilidad de nombrar. Lo curioso es que Sentido de la oración permanece en la confluencia de estas dos formas de comprender la relación entre el lenguaje y el silencio. Aparece el miedo a esta tierra de lo indiferenciado y la necesidad de ser llamado para existir, ytambién esa imprecisión entre el nombre y el silencio, como se da en poemas donde la voz no es sólo propiedad humana, y el decir es complejo, superpuesto, plegado, sobre todo por la fuerza del agua: Atrás quedan las palabras que perdimos / en la certeza del agua.

Pienso que en realidad, en el artista se mezcla la voz de lo establecido y su fisura: es quien lo padece y, porque no puede sobrevivir a ello, lo transforma. Los poemas de Marcelo Carnero viven en esta dualidad y a la vez la desarman.

La escritura, en el libro, va cambiando; y el decir empieza a ceder: ya no identifica, está siendo arrasada por este elemento, tan dócil, tan obstinado, que es el agua. Gota tras gota, las oraciones se unen en un gran rezo que seduce aquello que toca, y el sentido se vuelve un cúmulo de voz: el poder de la abundancia.

Victoria Schcolnik

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"Sólo quien reconoce su otro animal

resiste lo sagrado"

Leopoldo Castilla



Entré al lenguaje y dije

la muerte no es estable mientras reza

Llevada hasta el zumbido del mundo

o ardida en un incendio

música, música

nada ya tan posible.

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Y quise decir

como quien se desgaja las sienes con un gancho

que hace tanto duerme en su ternura.

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Hablar

sobre todo con los muertos

ya que somos criaturas diminutas

y el silencio una casa

demasiado grande.

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Entonces la sutura

verbo sobre verbo misal de cuerpo roto:

lenguaje es esta vieja derrota en la garganta.

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No hay retorno del alma

tras la reja la luz pica

su látigo de cebra

las vedas son en mí

como diamantes

Entre oración y ruido mi boca

es una franja de cenizas.

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No recuerdes

el nombre es un exilio

y ante la cal y el sueño nos dispara su cifra:

huérfano suspendido en ovarios de arena.

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Hurgar con boca abierta la usura

y no saber qué hacer con el amor

¿De la piedra

en la piedra

siempre hay una palabra?

No sólo la memoria se aprende.

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Llueven flores en las islas del patio

vendrás

he dado tregua esperando en las cosas

como quien vela el cuerpo sobre una sola tierra

Amor

ruego a los caminantes pero nunca regresan

mi nombre tiene miedo del silencio.

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El gas dulce

que derraman las lámparas

nos envuelve la siesta de paredes

los tomates de sangre

crepitan en los cántaros

la máscara de enero

en las mejillas.

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No volveremos a estar

entrados en la tarde

frente al sol de los viejos

de piedra

No volveremos a contar

las cosas de la siesta

bajo el laurel azul que florecía

Ahora

esa luz que es un hielo

deja una marca blanca en nuestras voces

hace este frío

no es la edad

y estamos solos.

********************

Mañana no estaré ni en la voz de las viejas

ni siquiera en palabras mordidas por el hierro

Óvalos de luz

para los que me encuentren.

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Se trepa a mí la sed

a través del insomnio

viuda

flamea en mi cogote de siervo atormentado

la sed

es tan entera

aquí no hay otra cosa que dios.

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La fiebre ha devorado mis riñones

vicioso y venéreo

semejante a un hombre

dios podría estar aquí

o en cualquier parte

la realidad es

poco espacio.

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Culebrea la lengua la morfina para decir

la soledad del cuerpo en las camillas

Crece un pulmón de moho en las paredes

el único silencio es en la carne.

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Padre

perdóname las ganas de besarte

pero tu amor

sangre que se repite en los peces

despierta en mi oración tanta alegría

como un imán tengo la lengua

y una confirmación:

mi boca esta curada en tu silencio.

********************

Viene el silencio

y yo

un esposo lúgubre

viento decapitado de su chispa

llamo a clavar mi lengua

gruesa como una esponja bajo la lluvia

Mi santidad

es una ojiva entre las manos.

******************

Y de nuestros días recuerdo

el olor de las naranjas incendiando las tardes

ahora que nos cerca la sed

su trufa de vinagre

Hemos estado por siglos contra las médulas de agua

resguardándonos del paso de la vida

como ídolos precarios

piel y hueso

Aunque nos hayan desterrado a las palabras

prefiero amanecer

bajo la lluvia.

***************

Templar el sonido de una casa

donde cada rito

es ajeno al mundo

Este es mi duelo

todo en silencio

y yo con eso.

***************

Calma

tengo tu nombre

tu piedra nupcial en una mano

tu vestido de pétalos santos

Atrás quedan las palabras que perdimos

en la certeza del agua

el recuerdo de una guerra

que no supimos imaginar

más que en sus muertos.

**************

Comulga dios conmigo en una hostia

el cuerpo me da arcadas

soy impuro

al borde del olvido

no tengo edad

y he dado todo.

***************


"La mucha luz alaba su inocencia"

Jacobo Fijman


No es de agua esta noche

la lluvia

es un símbolo quieto que surge

y se deshace

como si la posibilidad de caer

fuera la última

Y es distinta esta hora donde no espera nadie

y la pregunta insiste

disminuye su espejo como una luz vacía

agua que se hace astillas

como si fuera dado

repetir

el silencio.

*******************

No hundo el rostro en la lluvia

y digo

descienda aquí

vivo su rezo en el murmullo de nosotros

tallo de la tormenta

Que no nos deje la lluvia

ese sabor

la oscuridad abierta como un tajo a nivel

sin que haya cifra que iguale

la magnitud

en el paisaje.

******************

Digo la llovizna

delicada

cayendo

torcida su campana entre las hojas del mundo.

******************

Digo la llovizna

y en un trazo de agua

el mar

se desvanece.

******************

¿No tengo sed de esta lluvia

y hago el equilibrio de las gotas

como quien se quita el miedo de las manos

con la urgencia de lo que se cree

y es

imposible de sostener?

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No

no cae la lluvia

ni sale el vapor de mi boca

porque está fría

y soporta de un hilo la mañana

No

no cae ni me toca las manos

pero es un eco

un cúmulo de voz en los rincones

Me crece la lluvia y no soy

más verdad

que en el rumor

el agua.



sábado, 28 de agosto de 2010


Claudia Masin


La chispa

algo terrible está ocurriendo -mi amor
se está muriendo nuevamente, mi amor que ya murió:
murió y ya lo lloré. Y continúa la música,
la música de la separación: los árboles
se vuelven instrumentos.

Louise Glück

Ya lo lloré, decía, tenía que llorar porque no hay palabra así, no hay.
Cuando yo buscaba esa, la perfecta, capaz de hacer
resucitar los muertos, venía el viento y no dejaba nada en pie.
No hay modo de remediar en el pensamiento ni en el corazón
lo que ocurre en el mundo, te lo dice cada una
de las hierbas del romero, alzando sus ramitas orgullosas
en su época de esplendor, las mismas que van a quebrarse, míseras,
maltratadas por el sol al poco tiempo. Quizás no importa nada
advertir cualquier belleza, quizás importaría
si esa atención puesta por un momento sobre ella
pudiera salvarla. Pero el deterioro es la fuente,
el agua de la que todos bebemos: amantes, animales, raíces,
el caracol dormido al que la marea le arrebata el caparazón
en la tormenta. Si amor es lo que nunca se deteriora,
lo que se entierra y vuelve, deberá ser ahí donde busquemos,
no en los rituales conocidos del grito
y el lamento, sino en ese silencio previo al sonido humilde
con que se prende un tronco de madera tocado por una chispa,
e inicia el fuego que responde al encuentro de dos fuerzas, es decir,
a la atracción indestructible de las partículas del universo
las unas por las otras, nosotros mismos perdidos entre ellas.

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El talismán

Los ojos de los que estamos siempre al borde de la caída
o del tropiezo, no pueden despegarse de la tierra. De qué sirve
una belleza material que no pueda tomarse entre las manos
como una piedra y ser llevada siempre encima del cuerpo,
igual que esos objetos insignificantes
que un niño acarrea consigo donde vaya, y que lo hunden
en el terror o el desconcierto si se pierden.
No hay belleza para mí en las cosas
que no pueden volverse talismán contra las fuerzas
del desamparo o de la pena, y ninguna palabra podría hacer eso,
sólo la presencia física de lo que fue elegido por un amor oscuro,
cuyas leyes desconocemos, para preservar nuestra vida intacta
entre todos los peligros y accidentes que la acechan, a pesar
de que es ella, esa presencia amada, el peligro mayor,
porque no puede protegernos de su pérdida.

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La estela

Que no debía ser tan complejo, me decías ¿Y por qué no? ¿Acaso no es complejo
el sutil mecanismo que pone en conexión al polen y la abeja, o las infinitas
transformaciones químicas que sufre un pequeñísimo
grano de arena hasta llegar a ser parte, ya irreconocible,
del cuerpo del diamante? Es complejo encontrarnos
y perdernos, los que andan por el fondo de la tierra
buscando el tesoro de una cueva inexplorada lo comprenden,
no es al heroísmo ni a la astucia sino al azar o al misterio
que se debe el descubrimiento: ese cruce fatal, inevitable
entre quien busca y lo buscado, ese momento de arrebato y mutua
entrega. ¿Por qué debería ser fácil dar con aquello que esperábamos
ya de niños en el jardín del fondo de la casa,
sin saber que se trataba de una espera esa curiosidad honda
y atenta a cada ruido de la siesta, a una rama
que se agrieta en el calor, al paso de sombra de un lagarto
en la humedad de las paredes? ¿Por qué hemos olvidado,
si lo que sí sabíamos entonces es que es difícil
cierta clase de belleza, dar con ella, estar despiertos
cuando cruza por delante de nosotros, no para atraparla,
sino para quedarnos a vivir en la estela que deja?

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La helada

Quien fue dañado lleva consigo ese daño,
como si su tarea fuera propagarlo, hacerlo impactar
sobre aquel que se acerque demasiado. Somos
inocentes ante esto, como es inocente una helada
cuando devasta la cosecha: estaba en ella su frío, su necesidad de caer,
había esperado -formándose lentamente en el cielo,
en el centro de un silencio que no podemos concebir-
su tiempo de brillar, de desplegarse. ¿Cómo soportarías
vivir con semejante peso sin ansiar la descarga,
aunque en ese rapto destroces la tierra,
las casas, las vidas que se sostienen, apacibles,
en el trabajo de mantener el mundo a salvo,
durante largas estaciones en las que el tiempo se divide
entre los meses de siembra y los de zafra? Pido por esa fuerza
que resiste la catástrofe y rehace lo que fue lastimado todas las veces
que sea necesario, y también por el daño que no puede evitarse,
porque lo que nos damos los unos a los otros,
aún el terror o la tristeza,
viene del mismo deseo: curar y ser curados.

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La tierra

Poco es el silencio que guarda la casa al lado del que he descubierto
desde que no te hablo. No es que habláramos de cosas importantes:
nuestras voces eran redes que rescataban los sucesos preciosos
y mínimos destinados a perderse sin quedar sujetos
a ninguna superficie, como si fueran líquenes o algas
moviéndose suavemente en el océano, privados de tallo y de raíces.
Las personas que confluyen por un momento se comprenden,
como un haz de luz comprende lo que toca, sin pensamiento,
con una sabiduría creada por la intimidad
y el contacto, igual a la que enlaza al sol y las criaturas de la tierra.
La velocidad de ese momento es pavorosa,
un rayo que cruza nuestra historia entera y se concentra
en un punto específico, para después irse. El resto del tiempo
cada uno entiende lo que ve, lo que siente, completamente a solas,
es decir, equivocándose una y otra vez como los animales salvajes
nacidos y confinados en una habitación pequeña, que creen
que el mundo entero es así, tranquilo y simple,
y se termina donde se terminan los muros que los separan
de su verdadera tierra, de la cual no saben nada.

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La plenitud

Hay una historia que quiero contarte: a veces,
en medio del bosque abrupto y solitario, crece un árbol
demasiado delicado y tímido para sobrevivir sin que las ramas
se tuerzan, decaigan, pierdan fuerza cada día,
como si no hubiera nacido preparado
para enfrentar la dificultad del suelo áspero y las plagas,
y su propia debilidad lo llevara a empequeñecerse
hasta casi desaparecer, tapado por una vegetación
que pareciera nutrirse de la audacia
que a él le falta. Pero una sola vez en toda su vida
-que no es larga- florece. Sucede en la estación de las lluvias,
y su flor es la más extraña que pueda concebirse,
no necesariamente bella ni cargada de polen.
Me dirás que ceder lo más valioso que se tiene
a una forma de vida que explota y se retrae en unas horas
no es un acto razonable, que es mejor la lenta construcción
de una fuerza que no pueda doblegarse y se sostenga
en lo que acumula año tras año. Sin embargo,
imagino que no debe existir nada más hermoso de ver
que ese momento de plenitud, cuando la materia que parece vencida
ofrece todo su poder de una vez a un mundo
que no lo necesita ni lo espera, para después retirarse, como si el bosque fuera un cuerpo amado
e indiferente al que va liberando suavemente de su abrazo.
Yo quisiera ser así, capaz de soportar la plenitud
sin anhelar la abundancia. Que eso sea todo:
el puro deseo de dejar lo poco o mucho que se tiene
a quien se ama, aunque no le haga falta,
y vivir por un rato rodeada de las cosas que realmente le importan:
las tormentas, los animales feroces, la exuberancia del verano.




Claudia Masin nació en Resistencia, Chaco, Argentina, en 1972. Desde 1990 vive en Buenos Aires. Es poeta, escritora y psicoanalista. Tiene cinco libros de poemas: Bizarría (1997, Nusud, Buenos Aires) Geología (Seleccionado para su edición por el Plan de Promoción a la Edición de Literatura Argentina de la Secretaría de Cultura del Gobierno Argentino; 2001, Nusud, Buenos Aires) la vista (Premio Casa de América de Poesía Americana 2002, Visor, Madrid), Abrigo (Bajo la luna 2004), La soledad (inédito).

Poemas suyos han sido incluidos en diversas antologías, entre ellas Poesía latinoamericana del Siglo XXI: el turno y la transición (Compilador: Julio Ortega, Ed. Siglo XXI, México,1997), Agua de beber (Antología de poetas argentinas, Compiladora: Mónica D’Uva, Nusud, Bs. As., 2001)

Fue creadora y coordinadora, junto a un grupo de artistas de diversas disciplinas, de ciclos multimedia relacionados con la poesía (El pez que habla, El gallo y la luna) y de ciclos de recitales de poesía (La mirada, Poligrafías, La Musik). Coordina un taller de escritura poética desde 1997. Estos poemas forman parte de su libro La plenitud, próximo a publicarse bajo el sello Hilos editora.