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viernes, 5 de octubre de 2012

Clarice Lispector




Seco estudio de caballos

Desposamiento
El caballo está desnudo. 


Falsa domesticación
¿Qué es el caballo? Es la libertad tan indomable que se torna inútil aprisionarlo para que sirva al hombre: se deja domesticar, pero con unos simples movimientos de sacu­dida rebelde de cabeza —agitando las crines como una cabellera suelta— demuestra que su íntima naturaleza es siempre bravia y límpida y libre.


Forma
La forma del caballo representa lo mejor del ser huma­no. Tengo un caballo dentro de mí que raramente se ex­presa. Pero cuando veo a otro caballo entonces el mío se expresa. Su forma habla.


Dulzura
¿Qué es lo que hace al caballo ser de brillante naturale­za? Es la dulzura de quien asumió la vida y su arco iris. Esa dulzura se objetiva en el pelo suave que deja adivi­nar los elásticos músculos ágiles y controlados.


Los ojos del caballo
Vi una vez un caballo ciego: la naturaleza se había equi­vocado. Era doloroso sentirlo inquieto, atento al menor rumor provocado por la brisa en las hierbas, con los ner­vios prontos a erizarse en un estremecimiento que le re­corría el cuerpo alerta. ¿Qué es lo que el caballo ve a tal punto que no ver a su semejante lo vuelve perdido como de sí mismo? Es que cuando ve, ve fuera de sí lo que está dentro de sí. Es un animal que se expresa por la forma. Cuando ve montañas, césped, gente, cielo, do­mina hombres y su propia naturaleza.


Sensibilidad
Todo caballo es salvaje y arisco cuando manos insegu­ras lo tocan.


Él y yo
Intentando poner en frases mi más oculta y sutil sensa­ción —y desobedeciendo mi necesidad exigente de vera­cidad—, yo diría: si pudiese haber escogido, me habría gustado nacer caballo. Pero —quién sabe— quizás el ca­ballo no sienta el gran símbolo de vida libre que noso­tros sentimos en él. ¿Debo concluir entonces que el ca­ballo sería sobre todo para ser sentido por mí? ¿El caballo representa la animalidad bella y suelta del ser humano? ¿Lo mejor del caballo el ser humano ya lo tiene? Enton­ces abdico de ser un caballo y con gloria paso a mi hu­manidad. El caballo me indica lo que soy.


Adolescencia de niña-potroYa me relacioné de modo perfecto con el caballo. Me acuerdo de mí adolescente. De pie con la misma altivez del caballo y pasando la mano por su pelo lustroso. Por su agreste crin agresiva. Ya me sentía como si algo mío nos viese de lejos. Así: «La muchacha y el caballo».


El alardeEn la hacienda el caballo blanco —rey de la naturaleza— lanzaba hacia lo alto de la suavidad del aire su largo re­lincho de esplendor.


El caballo peligroso
En el pueblecito del interior —que se convertiría un día en una pequeña ciudad— todavía reinaban los caballos como prominentes habitantes. Bajo la necesidad cada vez más urgente de transporte, levas de caballos habían in­vadido el lugar, y en los niños todavía salvajes nacía el secreto deseo de galopar. Un bayo joven dio una coz mor­tal a un niño que iba a montarlo. Y el lugar donde el niño audaz había muerto era mirado por la gente con una cen­sura que en verdad no se sabía a quién dirigir. Con las cestas de compras bajo el brazo, las mujeres se paraban a mirar. Un periódico se enteró del caso y se leía con cierto orgullo un artículo con el título de «El crimen del caba­llo». Era el crimen de uno de los hijos de la pequeña ciu­dad. El lugar entonces ya mezclaba a su olor de caballeri­za la conciencia de la fuerza contenida en los caballos.


En la calle seca de sol
Pero de pronto, en el silencio del sol de las dos de la tar­de y casi nadie en las calles del suburbio, una pareja de caballos desembocó de una esquina. Por un momento se inmovilizó con las patas semierguidas. Fulgurando en las bocas como si no estuvieran amordazadas. Allí, como es­tatuas. Los pocos transeúntes que afrontaban el calor del sol miraban, mudos, separados, sin entender con pala­bras lo que veían. Entendían muy poco. Pasado el ofus­camiento de la aparición, los caballos curvaron el pes­cuezo, bajaron las patas y continuaron su camino. Había pasado el instante de deslumbramiento. Instante inmo­vilizado como por una máquina fotográfica que hubiera captado alguna cosa que nunca las palabras alcanzarían a decir.


En la puesta de sol
Ese día, cuando el sol ya se estaba poniendo, el oro se extendió por las nubes y por las piedras. Los rostros de los habitantes quedaron dorados como armaduras y así brillaban los cabellos sueltos. Fábricas empolvadas sil­baban continuamente avisando el fin del día de trabajo, la rueda de un carro adquirió un nimbo dorado. En ese oro pálido la brisa tenía una ascensión de espada desen­vainada. Porque era así que se erguía la estatua ecuestre de la plaza en la dulzura del ocaso.


En la madrugada fría
Podía verse el suave aliento húmedo, el aliento brillante y tranquilo que salía de las narinas trémulas extremada­mente vivas y temblorosas de los caballos y yeguas en cier­tas madrugadas frías.


El misterio de la noche
Pero a la noche caballos liberados de las cargas y condu­cidos a campos de hierbas galopaban finos y sueltos en la oscuridad. Potros, rocines, alazanes, largas yeguas, cas­cos duros, ¡de pronto una cabeza fría y oscura de caba­llo! Los cascos golpeando, fauces espumantes erguidas en el aire con ira y un murmullo. Y a veces una larga res­piración enfriaba las hierbas temblorosas. Entonces el bayo se adelantaba. Andaba de lado, la cabeza curvada hasta el pecho, cadencioso. Los otros asistían sin mirar. Oyendo el rumor de los caballos, yo adivinaba los cas­cos secos avanzando hasta detenerse en el punto más alto de la colina. Y la cabeza dominaba la pequeña ciudad, lanzando un largo relincho. El miedo me apresaba en las tinieblas del cuarto, el terror de un rey, yo quería res­ponder con las encías al modelo del relincho. Con la en­vidia del deseo mi rostro adquiría la nobleza inquieta de una cabeza de caballo. Cansada, jubilosa, escuchando el trote sonámbulo. En cuanto saliera del cuarto mi forma iría cobrando volumen y purificándose, y, cuando llega­ra a la calle, ya podría galopar con patas sensibles, los cascos resbalando en los últimos tramos de la escalera de la casa. Desde la calle desierta yo miraría: una esqui­na y otra. Y vería las cosas como un caballo las ve. Ése era mi deseo. Desde la casa yo intentaba al menos espiar la colina de hierbas donde en las tinieblas caballos sin nombre galopaban retornados al estado de caza y de guerra.

Los animales no abandonaban su vida secreta que se desarrollaba durante la noche. Y si en medio de la ronda salvaje aparecía un potro blanco, era un asombro en la oscuridad. Todos se detenían. El caballo prodigioso apa­recía, era aparición. Se mostraba, erguido, un instante. Inmóviles, los animales aguardaban sin espiar. Pero uno de ellos golpeaba el casco, y la breve patada quebraba la vigilia: fustigados, movíanse de pronto alegres, entre­cruzándose sin jamás chocar y entre ellos se perdía el ca­ballo blanco. Hasta que un relincho de súbita cólera los advertía: por un segundo, quedaban atentos, luego se es­parcían de nuevo en otra composición de trote, el dorso sin montura, los cuellos bajos hasta que las fauces toca­ban el pecho. Erizadas las crines. Ellos rítmicos, incultos.

La noche alta, mientras los hombres dormían, los en­contraba inmóviles en las tinieblas. Estables y sin peso. Allí estaban ellos, invisibles, respirando. Aguardando con la inteligencia corta. Abajo, en la pequeña ciudad ador­mecida, un gallo volaba y se posaba al borde de una ven­tana. Las gallinas espiaban. Más allá de las vías del tren había un ratón dispuesto a huir. No tenía boca para ha­blar pero daba una señal que se manifestaba de espacio a espacio en la oscuridad. Ellos espiaban. Aquellos ani­males que tenían un ojo para ver de cada lado: nada ne­cesitaba ser visto por ellos de frente, y ésa era la gran noche. Los flancos de una yegua recorridos por una rá­pida contracción. En los silencios de la noche la yegua abría los ojos como si estuviera rodeada por la eterni­dad. El potro más inquieto todavía erguía las crines en un sordo relincho. Al fin reinaba el silencio total.

Hasta que la frágil luminosidad de la madrugada los revelaba. Estaban separados, de pie sobre la colina. Exhaustos, frescos. Habían pasado a través de la oscuri­dad por el misterio de la naturaleza de los seres.


Estudio del caballo demoniaco
Nunca más descansaré porque robé el caballo de caza de un Rey. ¡Soy, ahora, peor que yo misma! Nunca más des­cansaré: robé el caballo de caza del Rey en el hechizado Sabath. Se adormeció un instante, el eco de un relincho me despertó. Era inútil intentar no ir. En la oscuridad de la noche el resollar me estremeció. Finjo que duermo pero en el silencio el jinete respira. Todos los días será igual: ya al atardecer comienzo a ponerme melancólica y pensativa. Sé que el primer tambor en la montaña del mal hará la noche, sé que el tercero me envolverá en su tormenta. Al quinto tambor ya estaré con mi codicia de caballo fantasma. Hasta que de madrugada, los últimos tambores levísimos, me encontrarán sin saber cómo jun­to a un arroyo fresco, sin saber jamás lo que hice, al lado de la enorme y cansada cabeza del caballo.

Pero, ¿cansada de qué? ¿Qué hicimos, yo y el caba­llo, nosotros, los que trotamos en el infierno de la ale­gría del vampiro? Él, el caballo del Rey, me llama. Re­sisto, en medio de una crisis de sudor, y no voy. Desde la última vez en que descendí de su silla de plata, era tan grande mi tristeza humana por haber sido lo que no te­nía que ser, que juré que nunca más. El trote, empero, continúa en mí. Converso, arreglo la casa, sonrío, pero sé que el trote está en mí. Siento su falta hasta morir.

No, no puedo dejar de ir.

Y sé que de noche, cuando él me llame, iré. Quiero todavía que una vez más el caballo conduzca mi pensa­miento. Fue con él que aprendí. Si es pensamiento esta hora entre latidos. Comienzo a entristecer porque sé cómo el ojo (oh, sin querer, no es culpa mía), cómo el ojo sin querer ya resplandece de perverso regocijo: sé que iré.

Cuando de noche él me llame, atrayéndome al infier­no, iré. Desciendo como un gato por los tejados. Nadie sabe, nadie ve. Sólo los perros ladran presintiendo lo so­brenatural.

Y me presento, en la oscuridad, al caballo que me es­pera, caballo de realeza, me presento muda y con fulgor. Obediente a la Bestia.

Detrás de nosotros corren cincuenta y tres flautas. Al frente, un clarinete nos alumbra, a nosotros, los impú­dicos cómplices del enigma. Y nada más me es dado saber.

De madrugada yo nos veré exhaustos junto al arroyo, sin saber qué crímenes cometimos hasta llegar a la ino­cente madrugada.

En mi boca y en sus patas la marca grande de la san­gre. ¿Qué hemos inmolado?

De madrugada estaré de pie al lado del jinete ahora mudo, con el resto de las flautas todavía resbalando por los cabellos. Los primeros signos de una iglesia a lo lejos nos estremecen y nos ahuyentan, nos desvanecemos frente a la cruz.

La noche es a mi vida como el caballo diabólico, y ya soy la hechicera del horror. La noche es mi vida, anoche­ce, la noche pecadoramente feliz es la vida triste que es mi orgía: eh, roba, roba de mí al jinete porque de robo en robo hasta la madrugada yo ya robé para mí y para mi compañero fantástico, y de la madrugada ya hice un presentimiento de terror de demoníaca alegría malsana.

Líbrame, roba deprisa al jinete mientras es hora, mien­tras todavía no anochece, mientras es de día sin tinieblas, si es que todavía hay tiempo, pues al robar al jinete tuve que matar al Rey, y al asesinarlo robé la muerte del Rey. Y la alegría orgiástica de nuestro asesinato me consume de terrible placer. Roba deprisa el caballo peligroso del Rey, róbame antes de que la noche venga y me llame.


lunes, 3 de septiembre de 2012

martes, 31 de julio de 2012

El Fuego





Le preguntan a Jean Cocteau: "Si tu casa estuviera prendida fuego y sólo pudieras llevarte una cosa con vos, ¿qué te llevarías?"
Jean Cocteau: "Me llevaría el fuego."

lunes, 30 de julio de 2012

martes, 24 de julio de 2012

Jean Luc Nancy

El intruso




No hay, en realidad, nada más 
miserablemente inútil y superfluo que el 
órgano llamado corazón, el medio más 
inmundo que hayan podido inventar los 
seres para bombear la vida en mí. 
Antonin Artaud.

El intruso se introduce por fuerza, por sorpresa o por astucia; en todo caso, sin 
derecho y sin haber sido admitido de antemano. Es indispensable que en el extranjero (2)
haya algo del intruso, pues sin ello pierde su ajenidad. Si ya tiene derecho de entrada y 
de residencia, si es esperado y recibido sin que nada de él quede al margen de la espera y 
la recepción, ya no es el intruso, pero tampoco es ya el extranjero. Por eso no es 
lógicamente procedente ni éticamente admisible excluir toda intrusión en la llegada del 
extranjero. 

Una vez que está ahí, si sigue siendo extranjero, y mientras siga siéndolo, en lugar 
de simplemente «naturalizarse», su llegada no cesa: él sigue llegando y ella no deja de ser 
en algún aspecto una intrusión: es decir, carece de derecho y de familiaridad, de 
acostumbramiento. En vez de ser una molestia, es una perturbación en la intimidad. 
Es esto lo que se trata de pensar, y por lo tanto de practicar: si no, la ajenidad del 
extranjero se reabsorbe antes de que este haya franqueado el umbral, y ya no se trata de 
ella. Recibir al extranjero también debe ser, por cierto, experimentar su intrusión. La 
mayoría de las veces no se lo quiere admitir: el motivo mismo del intruso es una 
intrusión en nuestra corrección moral (es incluso un notable ejemplo de lo politically 
correct). Sin embargo, es indisociable de la verdad del extranjero. Esta corrección moral 
supone recibir al extranjero borrando en el umbral su ajenidad: pretende entonces no 
haberlo admitido en absoluto. Pero el extranjero insiste, y se introduce. Cosa nada fácil 
de admitir, ni quizá de concebir...



Yo (¿quién, «yo»?; esta es precisamente la pregunta, la vieja pregunta: ¿cuál es ese 
sujeto de la enunciación, siempre ajeno al sujeto de su enunciado, respecto del cual es 
forzosamente el intruso, y sin embargo, y a la fuerza, su motor, su embrague o su 
corazón?), yo he recibido, entonces, el corazón de otro; pronto se cumplirán diez años. 
Me lo trasplantaron. Mi propio corazón (la cosa pasa por lo «propio», lo hemos 
comprendido; o bien no es en absoluto eso, y no hay propiamente nada que 
comprender, ningún misterio, ninguna pregunta siquiera, sino la simple evidencia de un 
trasplante (3), como dicen preferentemente los médicos), mi propio corazón, por tanto, 
estaba fuera de servicio por una razón nunca aclarada. Para vivir era preciso, pues, recibir 
el corazón de otro. 

(Pero, ¿qué otro programa se cruzaba entonces con mi programa fisiológico? Menos 
de veinte años atrás no se hacían trasplantes, y sobre todo, no se recurría a la 
ciclosporina, que protege contra el rechazo del órgano trasplantado. Dentro de veinte 
años seguramente se practicarán otros trasplantes, con otros medios. Se produce un 
cruce entre una contingencia personal y una contingencia en la historia de las técnicas. 
Antes, yo habría muerto; más adelante sería, por el contrario, un sobreviviente. Pero 
siempre ese «yo» se encuentra estrechamente aprisionado en un nicho de posibilidades 
técnicas. Por eso es vano el debate que he visto desplegarse entre quienes pretendían 
que fuera una aventura metafísica y quienes lo concebían como una proeza técnica: se 
trata por cierto de ambas, una dentro de otra.) 

Desde el momento en que me dijeron que era necesario hacerme un trasplante, 
todos los signos podían vacilar, todos los puntos de referencia invertirse, sin reflexión, 
por supuesto, e incluso sin identificación de ningún acto ni de permutación alguna. 
Simplemente, la sensación física de un vacío ya abierto en el pecho, con una suerte de 
apnea en la que nada, estrictamente nada, todavía hoy, podría separar en mí lo orgánico, 
lo simbólico y lo imaginario, ni distinguir lo continuo de lo interrumpido: todo eso fue 
como un mismo soplo, impulsado de allí en más a través de una extraña caverna ya 
imperceptiblemente entreabierta, y como una misma representación, la de pasar por la 
borda mientras se permanece en la cubierta. 

Si mi propio corazón me abandonaba, ¿hasta dónde era «el mío», y «mi propio» 
órgano? ¿Era siquiera un órgano? Desde hacía algunos años experimentaba cierto 
palpitar, quiebres en el ritmo, poco en verdad (cifras de máquinas, como la «fracción de 
eyección», cuyo nombre me gustaba): no un órgano, no la masa muscular rojo oscuro 
acorazada con tubos que ahora, de improviso, debía imaginar. No «mi corazón» latiendo 
sin cesar, tan ausente hasta entonces como la planta de mis pies durante la marcha. 
Se me volvía ajeno, hacía intrusión por defección: casi por rechazo (4), si no por 
deyección. Tenía ese corazón en la boca, como un alimento inconveniente. Algo así como 
una náusea5, pero disimulada. Un suave deslizamiento me separaba de mí mismo. Estaba 
allí, era verano, había que esperar, algo se desprendía de mí, o surgía en mí donde no 
había nada: nada más que la «propia» inmersión en mí de un «yo mismo» que nunca se



había identificado como ese cuerpo, todavía menos como ese corazón, y que se 
contemplaba de repente. Por ejemplo, al subir las escaleras, más adelante, cuando sentía 
las palpitaciones de cada extrasístole como la caída de una piedra en el fondo de un 
pozo. ¿Cómo se convierte entonces uno en una representación para uno mismo? ¿Y en 
un montaje de funciones? ¿Y dónde desaparece entonces la evidencia poderosa y muda 
que mantenía el conjunto unido sin historia? 

Mi corazón se convertía en mi extranjero: justamente extranjero porque estaba 
adentro. Si la ajenidad venía de afuera, era porque antes había aparecido adentro. Qué 
vacío abierto de pronto en el pecho o en el alma —es lo mismo— cuando me dijeron: 
«Será necesario un trasplante»... Aquí, el espíritu tropieza con un objeto nulo: nada que 
saber, nada que comprender, nada que sentir. La intrusión de un cuerpo ajeno al 
pensamiento. Ese blanco permanecerá en mí como el pensamiento mismo y su contrario 
al mismo tiempo. 

Un corazón que sólo late a medias es sólo a medias mi corazón. Yo no estaba más en 
mí. Llego desde otro lado, o bien ya no llego. Una ajenidad se revela «en el corazón» de lo 
más familiar, pero familiar es decir demasiado poco: en el corazón de lo que nunca se 
designaba como «corazón». Hasta aquí, era extranjero a fuerza de no ser siquiera sensible, 
de no estar siquiera presente. De allí en más desfallece, y esta ajenidad vuelve a 
conducirme a mí mismo. «Yo» soy porque estoy enfermo («enfermo» no es el término 
exacto: no está infectado, está enmohecido, rígido, bloqueado). Pero el que está jodido 
es ese otro, mi corazón. A ese corazón, ahora intruso, es preciso extrudirlo. 
Sin duda, esto sólo sucede a condición de que yo lo quiera, y algunos otros 
conmigo. «Algunos otros» son mis parientes, pero también los médicos y por fin yo 
mismo, que me descubro aquí más doble o múltiple que nunca. Es preciso que toda esta 
gente a la vez, por motivos diferentes en cada caso, se ponga de acuerdo en pensar que 
vale la pena prolongar mi vida. No es difícil imaginar la complejidad del conjunto ajeno 
que interviene de este modo en lo más vivo de «mí». Dejemos de lado a los parientes, y 
también a mi «mismo» (que sin embargo, lo he dicho, se desdobla: una extraña 
suspensión del juicio me hace imaginar que muero, sin sublevación, también sin 
atracción...; uno siente que el corazón lo abandona, cree que va a morir, que ya no va a 
sentir nada). Pero los médicos —que son aquí todo un equipo— intervienen mucho más 
que lo que hubiera pensado: deben, ante todo, evaluar la indicación del trasplante, luego 
deben proponerlo, no imponerlo. (Para ello, me dirán que habrá un «seguimiento» 
obligatorio, sin más; ¿qué otra cosa podrían asegurar? Ocho años más tarde, y después de 
muchas otras molestias, tendré un cáncer provocado por el tratamiento; pero sobrevivo 
todavía hoy: ¿quién dirá lo que «vale la pena», y qué pena?) 

Pero los médicos deben también decidir, lo comprenderé hilvanando retazos, una 
inscripción en la lista de espera (en mi caso, por ejemplo, aceptar mi pedido de 
inscribirme recién hacia el final del verano, lo cual supone una cierta confianza en la 
firmeza del corazón), y esta lista implica elecciones: me hablarán de otra persona


susceptible de recibir un trasplante, pero manifiestamente incapaz de soportar las 
consecuencias médicas de este, sobre todo la toma de medicamentos. Sé también que 
sólo me pueden implantar un corazón del grupo 0 positivo, lo cual limita las 
posibilidades. No plantearé nunca la pregunta: ¿Cómo se decide, y quién decide, cuando 
hay un órgano disponible para más de un trasplantado potencial? Se sabe que en esto la 
demanda es mayor que la oferta. . . De pronto, mi sobrevida está inscripta en un proceso 
complejo tejido entre extraños y extrañezas. 

¿En qué punto debe alcanzarse un acuerdo de todos para la decisión final? En lo 
tocante a una sobrevida que no se puede considerar desde el punto de vista estricto de 
una pura necesidad: ¿adónde se iría a tomarla? ¿Cuál es la obligación de hacerme 
sobrevivir? Esta pregunta se ramifica en muchas otras: ¿Por qué yo? ¿Por qué sobrevivir, 
en general? ¿Qué significa «sobrevivir»? ¿Es, además, un término apropiado? ¿Por qué la 
duración de una vida es un bien? Tengo entonces cincuenta años: la edad de alguien que 
sólo es joven en un país desarrollado a fines del siglo XX... Morir a esa edad no tenía nada 
de escandaloso hace apenas dos o tres siglos. ¿Por qué el término «escandaloso» se me 
ocurre hoy en este contexto? ¿Y por qué y cómo no hay ya para nosotros, «desarrollados» 
del año 2000, un «tiempo justo» para morir (apenas antes de los ochenta años, y el límite 
no va a dejar de ampliarse)? Un médico me dijo un día, cuando renunciaron a encontrar 
la causa de mi miocardiopatía: «Su corazón estaba programado para durar hasta los 
cincuenta años». Pero, ¿cuál es ese programa del que no puedo hacer destino ni 
providencia? No es más que una corta secuencia programática en una ausencia general de 
programación. 

¿Dónde están, aquí, la justeza y la justicia? ¿Quién las mide, quién las pronuncia? 
Todo me llegará de otra parte y desde afuera en esta historia, así como mi corazón, mi 
cuerpo, me llegaron de otra parte, son otra parte «en» mí. 
No pretendo tratar la cantidad con desprecio, ni declarar que ya no sabemos contar 
más que con la duración de una vida, indiferentes a su «calidad». Estoy dispuesto a 
reconocer que incluso en una expresión como «Es mejor que nada»(6) se ocultan bastantes 
más secretos que lo que parece. La vida no puede hacer otra cosa que impulsar a la vida. 
Pero también se dirige hacia la muerte: ¿Por qué iba, en mí, hacia este límite del corazón? 
¿Por qué no lo habría hecho? 

Aislar la muerte de la vida, no dejarlas entrelazarse íntimamente, cada una intrusa en 
el corazón de la otra: he aquí lo que nunca hay que hacer. 
Después de ocho años habré escuchado tantas veces, y yo mismo me habré 
repetido tantas otras, durante las pruebas: «¡Pero si no, no estarías aquí!» ¿Cómo pensar 
esta especie de cuasinecesidad o de carácter deseable de una presencia cuya ausencia 
siempre habría podido, simplemente, configurar de otro modo el mundo de algunos? ¿Al 
precio de un sufrimiento? Seguramente. Pero, ¿por qué siempre volver a lanzar la asíntota


de una falta de sufrimiento? Vieja pregunta, que la técnica exacerba y lleva a un grado 
para el cual —es preciso confesarlo— distamos de estar preparados. 
Al menos desde la época de Descartes la humanidad moderna hizo del voto de 
supervivencia y de inmortalidad un elemento en un programa general de «dominio y 
posesión de la naturaleza». Programó de este modo una ajenidad creciente de la 
«naturaleza». Reavivó la ajenidad absoluta del doble enigma de la mortalidad y la 
inmortalidad. Elevó lo que representaban las religiones a la potencia de una técnica que 
empuja más lejos el final en todos los sentidos de la expresión: al prolongar el plazo, 
despliega una ausencia de fin. ¿Qué vida prolongar, con qué finalidad? Diferir la muerte 
es también exhibirla, subrayarla. 

Es preciso decir solamente que la humanidad nunca estuvo preparada para ninguna 
variante de dicha pregunta, y que su no preparación para la muerte no es más que la 
muerte misma: su golpe y su injusticia. 

De este modo, el extranjero múltiple que es intrusión en mi vida (mi tenue vida 
jadeante que a veces resbala en el malestar, al borde de un abandono apenas asombrado) 
no es otro que la muerte, o más bien la vida/la muerte: una suspensión del continuum 
de ser, una escansión en la que «yo» no tiene/no tengo demasiado que hacer. La revuelta 
y la aceptación son igualmente ajenas a la situación. Pero no hay nada que no sea ajeno. 
El medio de sobrevivir, él mismo, él antes que nada, es de una completa ajenidad: ¿qué 
puede ser eso de reemplazar un corazón? La cosa excede a mis posibilidades de 
representación. (La apertura de todo el tórax, la conservación del órgano a trasplantar, la 
circulación extracorpórea de la sangre, la sutura de los vasos... Comprendo, por cierto, 
que los cirujanos hablen de la insignificancia de este último punto: en los by-pass, los 
vasos son bastante más pequeños. Pero no obsta: el trasplante impone la imagen de un 
pasaje a través de la nada, una salida hacia un espacio vaciado de toda propiedad o toda 
intimidad, o, muy por el contrario, de la intrusión en mí de este espacio: tubos, pinzas, 
suturas y sondas.) 

¿Qué es esta vida «propia» que se trata de «salvar»? Se revela entonces, al menos, 
que esta propiedad no reside en nada en «mi» cuerpo. No se sitúa en ninguna parte, ni en 
ese órgano cuya reputación simbólica ya no hay que construir. 
(Se dirá: queda el cerebro. Y, por supuesto, la idea del trasplante de cerebro agita 
cada tanto las crónicas. La humanidad volverá a hablar de ello algún día, sin duda. Por el 
momento, se admite que un cerebro no sobrevive sin el resto del cuerpo. En cambio, y 
para no insistir, sobreviviría quizá con un sistema entero de cuerpos ajenos 
trasplantados...) 

Vida «propia» que no se sitúa en ningún órgano y que sin ellos no es nada. Vida que 
no sólo sobrevive, sino que vive siempre propiamente, bajo una triple influencia ajena: la 
de la decisión, la del órgano, la de las consecuencias del trasplante.


De entrada, el trasplante se presenta como una restitutio ad integrum: se ha vuelto 
a encontrar un corazón que palpita. En este aspecto, toda la simbólica dudosa del don del 
otro, de una complicidad o una intimidad secreta, fantasmática, entre el otro y yo, se 
desmorona muy rápido; parece, por otra parte, que su utilización, todavía difundida 
cuando me hicieron el trasplante, desaparece poco a poco de las conciencias de los 
trasplantados: ya existe una historia de las representaciones del trasplante. Se ha puesto 
mucho el acento en una solidaridad, incluso en una fraternidad, entre los «donantes» y 
los receptores, con la finalidad de incitar a la donación de órganos. Y nadie puede dudar 
de que ese don haya llegado a ser una obligación elemental de la humanidad (en los dos 
sentidos del término), ni que instituya entre todos, sin más límites que las 
incompatibilidades de grupos sanguíneos (sin límites sexuales o étnicos en particular: mi 
corazón puede ser el corazón de una mujer negra), una posibilidad de red en que la 
vida/muerte se comparte, la vida se conecta con la muerte, lo incomunicable se 
comunica. 

Muy rápidamente, sin embargo, el otro como extranjero puede manifestarse: ni la 
mujer, ni el negro, ni el joven, ni el vasco, sino el otro inmunitario, el otro insustituible a 
quien, empero, se ha sustituido. Esto se denomina «rechazo»: mi sistema inmunitario 
rechaza el sistema del otro. (Esto quiere decir: «yo» tengo dos sistemas, dos identidades 
inmunitarias…) No poca gente cree que el rechazo consiste literalmente en escupir el 
corazón, en vomitarlo: después de todo, el término parece elegido para hacerlo creer. No 
es eso, pero se trata, sin duda, de lo que es intolerable en la intrusión del intruso, mortal 
sin un tratamiento inmediato. 

La posibilidad del rechazo nos instala en una doble ajenidad: por una parte, la del 
corazón trasplantado, que el organismo identifica y ataca en cuanto ajeno; por otra, la del 
estado en que la medicina instala al trasplantado para protegerlo. Deduce su inmunidad 
para que soporte al extranjero. Lo convierte, entonces, en extranjero para sí mismo, para 
esta identidad inmunitaria que es un poco su firma fisiológica. 

El intruso está en mí, y me convierto en extranjero para mí mismo. Si el rechazo es 
muy fuerte, es necesario tratarme para que resista a las defensas humanas (esto se hace 
con inmunoglobulina extraída de los conejos y destinada a ese uso «antihumano», tal 
como se especifica en el prospecto, y cuyos efectos sorprendentes, unos temblores casi 
convulsivos, no dejo de recordar). 

Pero el hecho de convertirme en un extranjero para mí mismo no me acerca al 
intruso. Parecería, más bien, que se hace pública una ley general de la intrusión. Jamás 
hay una sola: ni bien se produce, comienza a multiplicarse, a identificarse en sus 
diferencias internas renovadas. 

De este modo, padecería varias veces el virus del herpes zóster o el citomegalovirus, 
extranjeros dormido en mí desde siempre y que se despiertan de pronto contra mí por la 
necesaria inmunodepresión.


Como mínimo, sucede lo siguiente: identidad vale por inmunidad, una se identifica 
con otra. Reducir una es reducir la otra. La ajenidad y la extranjería se vuelven comunes y 
cotidianas. Esto se traduce en una exteriorización constante de mí: es preciso que me 
mida, que me controle, que me pruebe. Se nos acoraza con recomendaciones en relación 
con el mundo exterior (las muchedumbres, los negocios, las piscinas, los niños, los 
enfermos). Pero los enemigos más vivos están en el interior: los viejos virus agazapados 
desde siempre a la sombra de la inmunidad, los intrusos de siempre, puesto que siempre 
los hubo. 

En este último caso, no hay prevención posible. Sí tratamientos que se ramifican una 
vez más en ajenidades. Que fatigan, que arruinan el estómago..., o bien el dolor aullante 
del herpes zóster... A través de todo eso, ¿qué «yo» [«moi»] sigue qué trayectoria? 
¡Qué extraño yo! 

No es que me hayan abierto, hendido, para cambiarme el corazón. Es que esta 
hendidura no puede volver a cerrarse. (Por otra parte, cada radiografía lo muestra, el 
esternón se cose con ganchos de hilos de acero retorcidos.) Estoy abierto cerrado. Hay 
allí una abertura por la cual pasa un flujo incesante de ajenidad: los inmunodepresores, 
los otros medicamentos destinados a combatir algunos de los llamados efectos 
secundarios, los efectos que no se sabe combatir (como la degradación de los riñones), 
los controles renovados, toda la existencia colocada en un nuevo registro, barrida de lado 
a lado. La vida explorada y trasladada a múltiples registros en los que cada uno inscribe 
otras posibilidades de muerte. 

De este modo, yo mismo me convierto en mi intruso, de todas esas maneras 
acumuladas y opuestas. 

Lo siento con precisión, es mucho más fuerte que una sensación: la ajenidad de mi 
propia identidad, que, sin embargo, siempre me fue tan viva, nunca me tocó con esta 
acuidad. «Yo» se convirtió claramente en el índice formal de un encadenamiento 
inverificable e impalpable. Entre yo y yo, siempre hubo espacio-tiempo: pero hoy existe 
la abertura de una incisión y lo irreconciliable de una inmunidad contrariada. 
Aparece, además, el cáncer: un linfoma del que nunca había notado más que su 
eventualidad (no su necesidad, por cierto: pocos trasplantados pasan por ello), señalada 
en el prospecto de la ciclosporina. La causa es la baja inmunitaria. El cáncer es como el 
rostro masticado, ganchudo y estragado del intruso. Extraño a mí mismo, y yo mismo que 
me enajeno. ¿Cómo decirlo? (Pero se discute todavía acerca de la naturaleza exógena o 
endógena de los fenómenos cancerosos.) 

Aquí también, de otro modo, el tratamiento exige una intrusión violenta. Incorpora 
una cantidad de ajenidad quimioterapéutica y radioterapéutica. Al mismo tiempo que el 
linfoma roe el cuerpo y lo agota, los tratamientos lo atacan, lo hacen sufrir de diversas


maneras, y el sufrimiento es la relación entre una intrusión y su rechazo. Aun la morfina, 
que calma los dolores, provoca otro sufrimiento: el embrutecimiento y el extravío. 
El tratamiento más elaborado se denomina «autotrasplante» (o «trasplante de células 
madre»): después de haber vuelto a activar mi producción linfocitaria por medio de 
«factores de crecimiento», durante cinco días seguidos me extraen glóbulos blancos (se 
hace circular toda la sangre fuera del cuerpo y los extraen mientras esta circula). Los 
congelan. Luego me ponen en una cámara estéril durante tres semanas y me aplican una 
quimioterapia muy fuerte, que deprime la producción de la médula antes de reactivarla 
mediante el reimplante de las células madre congeladas (sobrevuela un extraño olor a ajo 
durante este procedimiento...). La baja inmunitaria llega a niveles extremos y genera 
fuertes fiebres, micosis, trastornos en serie, antes de que la producción de linfocitos se 
recupere. 

Se sale desorientado de la aventura. Uno ya no se reconoce: pero «reconocer» no 
tiene ahora sentido. Uno no tarda en ser una mera fluctuación, una suspensión de 
ajenidad entre estados mal identificados, dolores, impotencias, desfallecimientos. La 
relación consigo mismo se convierte en un problema, una dificultad o una opacidad: se 
da a través del mal o del miedo, ya no hay nada inmediato, y las mediaciones cansan. 
La identidad vacía de un «yo» ya no puede reposar en su simple adecuación (en su 
«yo = = yo») cuando se enuncia: «yo sufro» implica dos yoes extraños uno al otro (pero 
que sin embargo se tocan). Lo mismo ocurre con «yo gozo» (podríamos mostrar que esto 
se indica en la pragmática de uno y otro enunciado): pero en el «yo sufro», un yo rechaza 
al otro, mientras que en el «yo gozo», uno excede al otro. Esto se asemeja, sin duda, 
como dos gotas de agua, ni más ni menos. 

Yo termino/termina por no ser más que un hilo tenue, de dolor en dolor y de 
ajenidad en ajenidad. Se llega a cierta continuidad en las intrusiones, un régimen 
permanente de la intrusión: a la ingesta más que cotidiana de medicamentos y a los 
controles en el hospital se agregan las consecuencias dentales de la radioterapia, así 
como la pérdida de saliva, el control de los alimentos y el de los contactos contagiosos, el 
debilitamiento de los músculos y de los riñones, la disminución de la memoria y de la 
fuerza para trabajar, la lectura de los análisis, las reincidencias insidiosas de la mucositis, 
la candidiasis o la polineuritis, y esa sensación general de no ser ya disociable de una red 
de medidas, de observaciones, de conexiones químicas, institucionales, simbólicas, que 
no se dejan ignorar como las que constituyen la trama de la vida corriente y, por el 
contrario, mantienen incesante y expresamente advertida a la vida de su presencia y su 
vigilancia. Soy ahora indisociable de una disociación polimorfa. 

Así fue siempre, más o menos, la vida de los viejos y de los enfermos: pero yo no soy 
exactamente ni lo uno ni lo otro. Lo que me cura es lo que me afecta o me infecta, lo que 
me hace vivir es lo que me envejece prematuramente. Mi corazón tiene veinte años 
menos que yo, y el resto de mi cuerpo tiene una docena (al menos) más que yo. De este


modo, rejuvenecido y envejecido a la vez, ya no tengo edad propia y no tengo 
propiamente edad. Tampoco tengo propiamente oficio, sin estar jubilado. No soy, 
asimismo, nada de lo que tengo que ser (marido, padre, abuelo, amigo) sin serlo en esa 
condición demasiado general del intruso, de los diversos intrusos que pueden, a cada 
instante, tomar mi lugar en la relación o en la representación del prójimo. 
Con un mismo movimiento, el «yo» más absolutamente propio se aleja a una 
distancia infinita (¿adónde va?, ¿a qué punto de fuga desde el cual pueda proferir todavía 
que esto sería mi cuerpo?) y se hunde en una intimidad más profunda que toda 
interioridad (el nicho inexpugnable desde el cual digo «yo», pero que sé tan hendido 
como un pecho abierto sobre un vacío o como el deslizamiento en la inconciencia 
morfínica del dolor y del miedo mezclados en el abandono). Corpus meum e interior 
íntimo meo, las dos expresiones juntas para decir con gran exactitud, en una 
configuración completa de la muerte de dios, que la verdad del sujeto es su exterioridad 
y su excesividad: su exposición infinita. El intruso me expone excesivamente. Me extrude, 
me exporta, me expropia. Soy la enfermedad y la medicina, soy la célula cancerosa y el 
órgano trasplantado, soy los agentes inmunodepresores y sus paliativos, soy los ganchos 
de hilo de acero que me sostienen el esternón y soy ese sitio de inyección cosido 
permanentemente bajo la clavícula, así como ya era, por otra parte, esos clavos en la 
cadera y esa placa en la ingle. Me convierto en algo así como un androide de ciencia 
ficción, o bien en un muerto-vivo, como dijo una vez mi hijo menor. 
Estoy, junto con mis semejantes cada vez más numerosos7, en los comienzos de una 
mutación. En efecto, el hombre comienza a sobre-pasar infinitamente al hombre (esto es 
lo que siempre quiso decir la «muerte de dios», en todos los sentidos posibles). Se 
convierte en lo que es: el más terrorífico y perturbador técnico, como lo designó Sófocles 
hace veinticinco siglos, el que desnaturaliza y rehace la naturaleza, el que recrea la 
creación, el que la saca de la nada y el que, quizá, vuelva a llevarla a la nada. El que es 
capaz del origen y del fin. 
El intruso no es otro que yo mismo y el hombre mismo. No otro que el mismo que 
no termina de alterarse, a la vez aguzado y agotado, desnudado y sobreequipado, intruso 
en el mundo tanto como en sí mismo, inquietante oleada de lo ajeno, conatus de una 
infinidad excreciente.(8)


10 
Post scriptum
(Abril de 2005) 
Han transcurrido cinco años desde la primera publicación de este texto. En este 
período superé los diez años de trasplante que desde el primer momento se me habían 
esbozado como límite, como el horizonte más alejado que tal vez —he pensado no hace 
mucho— no llegaría a alcanzar. 
Pasado este umbral, acecho (vagamente, a decir verdad) las esperanzas de vida de 
los trasplantados, o bien me complazco en hacerme creer que ya no hay límites y 
recupero la convicción de inmortalidad que todos compartimos, pero aumentada por la 
seguridad de haber franqueado al menos dos veces el término crítico. 
A veces temo la usura de tantos años de quimioterapia y de un corazón que trabaja 
en condiciones delicadas; otras, el tiempo pasado me parece, por el contrario, una 
garantía de regulación y de una larga travesía. 
De una u otra manera, una nueva ajenidad se ha apoderado de mí. Ya no sé muy 
bien a título de qué sobrevivo, ni si tengo verdaderamente los medios para ello o el 
derecho. (Jacques Derrida hizo del «sobrevivir» un concepto. Hace ya seis meses que se 
fue. El páncreas no se trasplanta.) Por supuesto, ese sentimiento aflora rara y 
fugitivamente. La mayor parte del tiempo no pienso en ello, así como concurro menos al 
hospital (el cual pierde, por esa razón, la familiaridad que había adquirido). Pero cuando 
ese pensamiento me atraviesa, comprendo también que ya no tengo un intruso en mí: yo 
lo soy, y como tal frecuento un mundo donde mi presencia bien podría ser demasiado 
artificial o demasiado poco legítima. 
¿Tal conciencia no es de manera banal la de mi muy simple contingencia? ¿El ingenio 
técnico vuelve a llevarme y exponerme a esa simplicidad? La idea me da una alegría 
singular.







sábado, 26 de mayo de 2012

Luis el enorme!


El errante.

Hace doce años, el estudio de la calle Iberá era más chico y se llamaba Cintacalma. En el fondo estaba la antigua cocina. Allí, en un tormentoso anochecer de invierno y después de una larga mateada, el frío nos hizo dejar encendida la hornalla, que extrañamente despedía un fuego verde. En esa quietud donde sólo se escuchaba la lluvia incesante sobre el patio, Luis Alberto me reveló una historia increíble:

¿Conociste al Capitán Beto?
  No. No lo llegué a conocer aunque intuía que tenía que existir un tipo así. Aparte, cuando él empezó a trabajar en el colectivo y a modificarlo para su travesía se encanutó mucho más por temor a que lo descubrieran y lo boicotearan. Imaginate.

¿O sea que no colaboraste en el diseño de la nave?
   No, no le dio lugar a nadie. Aparte, el Capitán no quería tecnología de punta. El quería tecnología incaica, a través de monopolos magnéticos de influjos astrales. Utilizó tecnología de tiempos muy remotos, de unos tres mil años atrás. Se ve que tenía un arca con energía y la utilizó para confeccionar la nave. El flaco se encerró en un galpón de Haedo y no dejó entrar a ningún diseñador. Inclusive Oreste Berta iba todos los días, pero él se cortó solo y nos ignoró a todos. Aunque después recordó algunas cosas en el espacio...

¿Cómo se llamaba?
  Heriberto Aguirre.

¿Por qué largó el colectivo?
  Dejó de ser colectivero una noche en que la cana quiso usar su colectivo para llevar pibes detenidos, a la salida de un concierto del Flaco Spinetta. El motor se paro porque, en Beto, hombre y máquina se conjugaban. Bajó y le dijo a los canas: "No me arranca más". Muy pícaro el hombre. A él no le importaba un pito que el concierto fuera de Spinetta o de Agustín Magaldi. No le parecía bien que le usaran el colectivo para trasladar detenidos, y menos si eran jóvenes. Se dio cuenta de que estaba todo podrido y como argentino no lo quería permitir.

¿En ese momento toma la desición de volar?
  Sí, ahí el tipo se dijo: "yo me voy no solamente de la línea para la que trabajo, sino que ahora mi periplo va a estar más allá de los márgenes de la tierra". Evidentemente invocó sus poderes.. Se ve que manejaba alta magia. Beto tenía la posta para mandarse.

Era tanguero viejo, ¿no?
  Escuchaba a Gardel, era hincha de River y le gustaban las plantas. Religioso el hombre, con su estampita de San Cayetano en el colectivo.

¿Habrá escuchado alguno de tus temas?
  No, qué va a escuchar. Pero, aunque hubo una época en que hasta los colectiveros te gritaban por tener el pelo largo, Beto no lo hacía.

¿Qué edad tenía cuando se fue?
  Sesenta años. Se fue de grande ya, tampoco tan de taquito la iba a hacer. Con un balde de cemento armó una pila trinitrónica y se fue al espacio en un chasis de fibra. Usó técnicas perdidas en la noche de los tiempos.

Parece que extrañaba mucho...
  Empezó a extrañar aquellas cosas que abominaba, los castigos de la ciudad. Él estaba cansado de la Argentina, pero se dio cuenta de que no podía transformar nada estando en la soledad del espacio. Querer modificar todas esas cosas le resultó una tarea imposible estando solo. Empezó a sentirse triste y melancólico.

Finalmente quedó errando en el espacio.
  No volvió más. La ciencia tardó muchos años en descubrir en qué punto de la galaxia estaba. Finalmente quedó ahí, en su nave, mezcla de pirámide y colectivo. Llevaba puesto su anillo. Su tumba es el espacio y allí lo dejaron en honor a su hazaña.

¿La ciencia no encontró ninguna explicación?
  No. Los científicos se siguen preguntando hasta hoy cómo hizo este tipo. Porque es la proeza más grande que realizó jamás algún hombre. El Capitán Betó superó las barreras científicas por la fuerza de la fe.

Luis, ¿cómo sabés tanto de él si no lo conociste?
  Es un secreto. Con lo sagrado no se juega.

(De Martropía, conversaciones con Spinetta; Juan carlos Diez, 2006)
  

miércoles, 2 de mayo de 2012

Selección natural, Soledad Castresana.





Piedra

Aún 
lo que no tiene conciencia
puede hacer sombra. 


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Liebre


Una estrella
me imanta los ojos.


Se escucha un estruendo.
Espero en la luz.


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Pez de mar


En este mundo de lágrimas
los párpados sobran.


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La supervivencia del más leve


Una hormiga
carga una espina.


En la punta
una mariposa
descansa.


*******************
El pescador


La carnada exige
paciencia y discreción.
El engaño es para pocos.


******************
Lagartija


Un órgano de la piedra
se separa y corre
de vuelta al sol.


*****************
Hipopótamo


Bajo el agua
cuando nadie me va
soy ligero como un potro.


****************
Tiburón


Solo lo que se mueve y sangra
es digno 
de alimentar a un dios. 
****************
La supervivencia del más leve


Van a soltar al tigre.
Va a saltar.
Voy a esperarlo con la boca abierta.


****************
Manta Raya


Si fuera pájaro
nadaría.


El mar 
descansa en el aire.


****************
La supervivencia del más leve


Una libélula persigue a un colibrí.
Fascinada
intento sumarme al cortejo
y olvido
la gravedad de la especie.




Soledad Castresana nació en Intendente Alvear en 1979. Es licenciada en Letras, se ha desempeñado como docente universitaria e investigadora. Actualmente enseña español como lengua extranjera y coordina talleres de escritura individuales y grupales. Publicó el libro de poemas Carneada (Alción 2007) y fue seleccionada para participar de las antologías Poetas Argentinas (1961-1980) (Ediciones del Dock, 2007) y Última poesía argentina (Ediciones en Danza, 2008).





jueves, 9 de febrero de 2012

Luis Alberto Spinetta, El sonido primigenio.

Luis Alberto Spinetta: El sonido primigenio
(Texto introductorio y grabación: Diego Oscar Ramos

En el invierno de 1990, Luis Alberto Spinetta aprovechó un ciclo de clínicas musicales dictados por músicos de la cultura rock argentina, no para hablar de su trayectoria o contar detalles de sus grabaciones que pudieran servirle a un auditorio en su mayoría músicos, sino para exponer una temática poco habitual en estos encuentros: partir del instante donde el hombre ancestral tuvo su primer contacto con la materia sonora, donde la sorpresa frente a la magia de la naturaleza fue el primer paso para la creación musical.  "La verdadera maravilla sonora está en la vida antes que en cualquier música organizada y compuesta por el hombre"; así podría condensarse el mensaje esencial de la Clínica de Poesía Musical que diera un artista argentino que desde siempre le brindara a la música su propia naturaleza generosa en exploración sensible y con una actitud de constante sorpresa ante la poética vastedad del mundo.

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